Empiezo a abrir los ojos y un mundo desenfocado aparece ante mí, no oigo nada salvo una chirriante nota continua que me talada el tímpano y el cerebro, estoy tumbado en el suelo, o al menos eso creo, me duele todo, y no recuerdo como he llegado hasta aquí… Solo recuerdo estar con mi unidad, caemos en una emboscada, disparos, sangre, dolor… Salgo corriendo y entro en una iglesia, pero ahora parece que estoy en los restos del campanario rodeado de llamas, hace calor, y todo me da vueltas, trato de ponerme de pié pero tropiezo y caigo una y otra vez, me arrastro por el suelo hasta un arco destrozado, y uso los restos de la pilastra de piedra para levantarme, una correa tira de mi hombro, la sigo hasta llegar a un fusil, lo reconozco, su peso y tamaño, el tacto de la madera y el metal en mis manos, es un Gewehr 43, lamento admitirlo, pero estos nazis sí que saben hacer armas, me hice con este en una de sus bases hace mucho tiempo, cuando mi uniforme aún era verde, y parecía nuevo, cuando aún creía que esta iba a ser una misión como cualquier otra, cuando aún tenía la esperanza, o creencia, de que iba a salir con vida de esta para poder volver a casa, con mi familia, hasta entonces había usado el fusil con el que me entrenaros en casa, un Springfield m1903 de fabricación americana, pero este era mejor y pensé que me vendría bien tenerlo, no me equivocaba, pero la verdad es que nunca pensé que ese viejo fusil defectuoso fuese tan importante para mí, la verdad es que para mí representaba a mi gente, a mi país, a todo por lo que estoy metido en este infierno y por lo que trato de resistir…

Todo empezó hace ya tres años, era la primavera de 1942, y yo era un teniente de 20 años del ejército americano de tierra que había entrado en una de las primeras promociones de tropas especialistas conocidas como “francotiradores” siempre me habían dicho que tenía buen ojo y decidí que ese entrenamiento especial podía ser un reto, asique ingresé sin mayores dificultades, y para cuando acabaron conmigo tenía el rango de teniente y una misión calentita por cumplir, me destinaban como refuerzo al ejército inglés, se decía que iba a producirse una ofensiva pronto, y que se necesitaría todo lo que teníamos si queríamos hacerle pagar a Fürer. Tras varias semanas metido en un camarote compartido que tenía el tamaño de una lata de conservas de las que nos daban con las raciones para las misiones llegamos a un puerto irlandés. Allí pasaría una semana más antes de que me mandaran a una de las pocas bases aéreas que quedaban en pie en Inglaterra. Entonces deseaba con toda mi alma que me mandasen a Inglaterra para recibir órdenes, creía que me mandarían a matar al mismísimo Adolf Hitler, valiente majadería. Mientras estuve acantonado en Irlanda hice lo que siempre me decían en el entrenamiento “no entables amistades, en el campo de batalla estarás tú solo, sin amigos, sin colegas, sin superiores; estaréis tú, tú fusil, y tú objetivo, nada más.” Asique la verdad es que no tengo grandes recuerdos de ese lugar, solo que estaba en un campamento en medio de una pradera que parecía no tener final que era perfecta para practicar tiros largos, y poco más. Pronto llegó el día de partir, y en unas horas ya estábamos en un puerto cerca de los acantilados blancos de Dover, donde nos esperaban varios camiones para transportarnos lo más rápidamente posible al centro de mando. Siempre recordaré ese viaje en camión como una de las imágenes más crudas de lo que es la guerra de verdad, fuera de los campos de batalla, en las ciudades, en los pueblos, en las casas, lo que significa de verdad la guerra para la gente a ltea que teníamos que proteger. Pasamos por tres ciudades, que en su día debieron de ser grandes e imponentes, pero ahora gracias a los continuos bombardeos alemanes lo único que podías ver era gente que emergía de refugios anti aéreos para trabajar y mantener a flote su país, hombres mujeres y niños, ancianos y ancianas, que pese a haber perdido sus hogares y todas sus posesiones seguían resistiendo como podían, en ese momento yo que venía de una tierra en la que costaba creer que el mundo estuviese en guerra, donde la gente sonreía y vivía tranquila, me sentí como un el mayor de los estúpidos, había estado rezando para que me diesen órdenes cuanto antes como si esto no fuese más que un gran juego, como si solo fuese a jugar a indios y vaqueros con los nazis como lo hacía en Tennessee con mi hermano en la parte de atrás del rancho familiar. Aquellas gentes destrozadas como sus hogares nos miraban y en sus ojos veía verdadera esperanza, para ellos éramos salvadores… Nunca me alegré tanto de llegar a mi tienda de campaña.

Al día siguiente nos despertaron para la instrucción, pero a mí me separaron de mis paisanos y me llevaron junto con otros diez francotiradores a una sala del centro de mando, nos dejaron esperando en una antesala únicamente iluminada por la luz gris que se filtraba por las ventanas destrozadas del edificio, nos fueron llamando uno por uno, con cada segundo de espera me ponía más nervioso, no sabía muy bien por qué pero estaba que me subía por las paredes. Por fin me llamaron a mí, en cuarto lugar, cuando entré en la sala, me encontré ante una figura que imponía miedo y respeto, un hombre cubierto de medallas hasta tal punto que parecía que no cupiese ni una más en su gran figura, pero pese a todo llevaba el uniforme de general con gran dignidad, la cara que me miraba desde detrás de la visera de su gorra de oficial de alto rango tenía unos ojos grises penetrantes y fríos que con solo posarlos sobre ti te sentías indefenso, como cuando de niño en la escuela el profesor te sacaba a la tarima para preguntarte la lección del día anterior, su rostro delgado y ojeroso estaba marcado por una gran cicatriz que le atravesaba toda la cara desde la ceja izquierda hasta el mentón. Estaba sentado tras un escritorio de madera cubierto de mapas informes y manchas de todo tipo y procedencia, lo que hacía parecer que esa mesa era tanto su escritorio como una camilla para operaciones, y sala de interrogatorios, solo de pensar en esa férrea figura que se erigía ante mí como una adusta estatua de la antigua Grecia interrogando a un alma desdichada hizo que me estremeciera. En ese momento necesité apartar la mirada y por primera vez desde que entrara en esa sala me di cuenta de lo grande que era, de que las paredes estaban cubiertas de librerías, y lo que es más importante de que no estábamos solos, la imponente presencia del general había hecho que yo, un soldado entrenado para el espionaje, para verlo todo, pasara por alto a tres personas, estas tres personas no eran gran cosa comparadas con el general, pero me di cuenta de que uno de ellos era un capitán de fragata de la marina real, otro un alférez y el tercero un oficial del aire, cualquiera de los tres sería imponente en otra situación, pero ahora no eran más que vanas sombras en la habitación. En el momento en que terminé de ver la sala y a sus ocupantes el general carraspeó y dijo -¿Le parece bien si empezamos ya, o quizá prefiere que le deje a solas para poder disfrutar mejor de la sala?- Su voz penetrante y grave como las olas al romper contra la costa me despertó de mi ensoñación y me devolvió al mundo con la misma suavidad con la que un herrero golpea el hierro candente para darle forma. – Sí señor – Fue lo único que conseguí decir entre el miedo y la vergüenza. –Bien- dijo el general sin apartar su mirada de mi, como si estuviese tratando de ver si era rebelde, insubordinado, o simplemente, estúpido. Al fin comenzó con el dictado de la misión, por lo visto según dijeron los dos oficiales de marina allí reunidos, se planeaba un desembarco masivo en costa francesa, pero habían sido informados de que en el interior de la costa se encontraban dispuestas varias líneas de bunkers con morteros pesados, que hacían que cualquier intento por planeado que fuese de desembarcar fuese poco más que un sueño, y necesitaban que desaparecieran –Pues por mí perfecto, pero no veía donde me dejaba a mí eso, ¿no esperarían que fuese nadando y me dedicara a reventar bunkers yo solo?- Mientras yo pensaba esto, el oficial del aire tomó la palabra y me explicó que tanto yo como otros especialistas seríamos destinados a sus unidades de paracaidistas, y que en menos de un mes se nos infiltraría con ellos para llevar a cabo la destrucción de los bunkers. Cuando dijo esto empecé a plantearme si no sería mejor que me fuese nadando yo solo hasta Francia y me reuniera con los paracaidistas más adelante, esa gente estaba loca de atar, se subían a los aviones solo para saltar de ellos con un trozo de lona para que los parara en la caída… Debía notárseme en la cara porque el general se levantó, caminó hacia mí con lentitud y una vez estuvo lo bastante cerca, me cogió por los hombros y me dijo “tu entrega a la causa inglesa me llena de orgullo, soldado.” Y debía pensar que con decir eso ya no pasaba nada, que me subiría al avión, y luego bajaría de él antes del aterrizaje, solo porque estaba orgulloso de mí. No me dio tiempo a decir nada, porque mientras me decía esas palabras, me había llevado hasta la puerta y la había cerrado detrás de mí. Fuera me esperaba un suboficial del aire que me guió hasta la zona de entrenamientos de los paracaidistas donde me dejó a cargo de un brigada que me aseguró que me enseñaría a saltar de un avión perfectamente en menos de tres semanas, y apostilló eso con un “O al menos eso espero…”. Me llevó a ver lo que él llamaba mi montura, cosa que no entendía ya que por lo que había oído solo necesitaba una mochila, que llevaba el paracaídas dentro, pero eso solo era si te tirabas en paracaídas, a mí pensaban tirarme en un planeador junto con diez soldados paracaidistas y un par de especialistas en explosivos. Las cosas no podían pintar mejor…

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